—No, la luz no vacila... es usted.
Mitchell soltó su vaso, que se rompió contra el mosaico. Se llevó las manos al pecho.
—Algo me desgarra las entrañas —gimió—. ¡Llame a un médico!
—Llegaría demasiado tarde.
La mujer giraba como una peonza, ahora, alrededor de la habitación, rozando las paredes.
Mitchell la veía como una mancha vaga que iba hundiéndose en la oscuridad.

labios.
—...hacerla a usted feliz —jadeó.
Una voz, llegada de muy lejos, murmuró irónicamente:
—Lo ha conseguido usted.
Luego, silencio.

Las dos mujeres se contemplaron sin pronunciar una sola palabra. Maybelle era rubia, exuberante y mal peinada. Sostenía en la mano, por el asa, un recipiente de metal cuya parte inferior estaba envuelta en papel. La mujer de la capa de terciopelo negro, que ella llevaba terciada como la capa de un torero, estudió atentamente a Maybelle, con las cejas fruncidas.

La otra se adelantó a hablar, con una mueca de sus gruesos labios.
—Le traía esto a Mitch. Si no quiere verme, no insistiré. Comprendo. Pero, dígale...
—Sí. ¿Qué tengo que decirle?
—Que se beba el caldo ahora que está caliente.

cerrada. Desde el pasillo no podía verse lo que sucedía en el interior de la habitación.
—¿La ha visto entrar alguien, abajo?
—Sí, desde luego.
—¿Han visto lo que llevaba usted en la mano, ese caldo?
—Sí.

¡Qué fácil hubiera sido hacerla entrar en la habitación! El biombo había sido colocado de modo que el cadáver tendido sobre la alfombra quedara oculto. ¡Qué fácil sería librarse rápidamente de aquella muchacha gorda, o dejarla allí para que se comprometiera, se acusara!

La mujer de la capa empujó la puerta hacia ella: se oyó un clic. La puerta quedó cerrada.
—Baje por donde ha venido, y váyase a su casa inmediatamente.
No hablaba en tono de amenaza, sino en un apremiante murmullo.

—¡Aprisa! Cada minuto que pase usted aquí puede comprometerla terriblemente. Llévese su lechera, no la abra. Diga en la conserjería que no ha podido entrar en la habitación, que no han contestado a sus llamadas. Insista, haga subir a alguien, discúlpese. ¿Ha comprendido?

El jefe jerárquico del inspector Wanger le habló del caso, una semana después. Otro policía, Cleary, había sido encargado de la investigación y no había sacado nada en claro. —Wanger, en el hotel Helena ha ocurrido algo muy raro. Acabo de leer los informes, y tengo la impresión de que el caso presenta ciertas analogías con el accidente, o el presunto accidente, del cual se ocupó usted hace unos meses. ¿Lo recuerda? Se trataba de un tal Bliss... A primera vista, los dos casos no tienen nada en común. Esta vez no cabe duda de que se trata de un crimen. Pero lo que me impulsa a comparar los dos casos es el hecho de que, en ambos, la mujer ha desaparecido como si se la hubiera tragado la tierra. Esta vez, también, no hay móvil para el crimen. Dos coincidencias extraordinarias. Por eso he creído oportuno que se ponga usted en contacto con Cleary. Le informará de sus descubrimientos y le pondrá en relación con los testigos. Usted conoce el caso Bliss, que Cleary ignora por completo, y podrá juzgar si los dos casos presentan alguna analogía. Si descubre usted alguna, por leve que sea, avíseme. Le daré a usted el tiempo y los medios para estudiar la cosa a fondo...

—Llevo siete días con este caso y estoy exactamente igual que al principio —dijo Cleary —. Por una parte, los hechos aparecen muy claros. Pero, por otra, resultan completamente ilógicos, como si se tratara de un acto cometido por una maníaca del asesinato. Pero tengo la prueba de que no se trata de una mujer de esa clase, como no tardará en comprender usted mismo. El hombre fue envenenado con una dosis de cianuro de potasio vertido en un vaso de arak...

»Aquí están las declaraciones de los testigos. Podrá usted estudiarlas con calma, pero voy a resumírselas. He encontrado una localidad de teatro... mejor dicho, la parte de la localidad que el portero devuelve al espectador después de cortar un trozo. Estaba en el bolsillo de la americana de la víctima. He seguido la pista de esa localidad, y he aquí lo que he descubierto: la antevíspera de la muerte de Mitchell, una mujer muy atractiva, pelirroja, se presentó en la taquilla del teatro Elgin. Pidió un palco de cuatro plazas. El cajero le preguntó a la desconocida para qué fecha quería el palco: ella contestó que el detalle carecía de importancia. Lo que le interesaba era poder disponer del palco para ella sola. Era sorprendente, por dos motivos; la mayoría de los clientes adquieren las localidades para una función determinada; desean ocupar una buena localidad en una fecha concreta. Por otra parte, el número de asientos del palco no parecía importarle a la mujer; no preguntó si había tres, o cuatro, o cinco. Los quería todos. El cajero le entregó un palco de cuatro asientos para la primera función disponible: para el día siguiente. Desde luego, aquellas particularidades llamaron su atención y lo recuerda todo perfectamente.

»Dos de los asientos no fueron utilizados. Mitchell se presentó en primer lugar, solo, con una de las localidades. La mujer que adquirió el palco se presentó también sola, aunque mucho más tarde, cuando ya estaba alzado el telón.»

—Sí, desde luego, el cajero del teatro. Ya leerá usted su declaración. Tenía la taquilla cerrada y estaba presenciando el primer acto de la obra, de pie en el pasillo que conduce a los palcos. Vio llegar a la mujer, sola, y la reconoció perfectamente.

Los otros se precipitaron hacia delante; descendieron la escalinata y rodearon a Julie. El rostro de Nick, caído en el suelo, estaba vuelto hacia ella. Una diminuta mancha roja, como una coma, se destacaba en la inmaculada blancura de su pechera. Julie contemplaba fijamente aquella mancha, el rostro inmóvil, como hipnotizada. No era una coma, no; era un punto final.

Transcurrieron unos minutos que no tenían ya ningún significado. Julie era una estatua blanca. La única cosa inmóvil en el centro de aquel torbellino. Unas voces que parecían llegar de otro mundo ascendieron hacia ella.

automóviles y conducidlas a sus casas!
Unas manos trataron de cogerla, de arrastrarla.
—Mi sitio está aquí —murmuró ella con voz inexpresiva.
—Sacudidla —dijo alguien—. No dejemos que se quede aquí...
Julie hizo un gesto breve y maquinal, para pedir que la dejaran en paz.

Nick. «Demasiado tarde», dijo el hombre en voz baja. Cerca de ella, una mujer gritó.
El hombre se había incorporado y trataba de decirle algo.
—Permítame que le exprese... —empezó.
Julie le apartó con una mano, la mano que lucía el anillo de desposada.

Se arrodilló en medio de un revoloteo de tul, y hubiérase dicho que un torbellino de viento acababa de alzar una masa de nieve. Las dos cabezas estaban unidas, como lo habían estado un momento antes. Los que se encontraban más cerca oyeron murmurar a Julie:

de su manga.
—Vamos, Julie, vamos, por favor.
Julie no parecía oírla.
—¿Cuántos hombres iban en ese automóvil, Andrea?
—Cinco.

matrícula?
—No he podido hacerlo. No me ha dado tiempo.
—A mí, sí. Era ésta: D. 3827. Y tengo una memoria excelente.
—Julie, me das miedo. ¿Por qué no lloras?
—Estoy llorando, aunque tú no puedas verlo. Ven conmigo, Andrea, voy a entrar otra vez
en la iglesia.
—¿Para rezar?
—No, para hacer una promesa. Otra promesa que quiero hacerle a Nick.

—De modo que ése es el motivo que la impulsó a actuar —dijo Wanger con aire pensativo—, y ha pagado usted la deuda, cumplido la promesa, y ningún castigo humano podrá privarla de la satisfacción del deber cumplido, ¿no es cierto? A partir de ahora, nada puede afectarla, ¿verdad?

—Sí, así es como la había imaginado a usted, y no me he equivocado. La prisión no será para usted un castigo, ni siquiera la silla eléctrica, si la condenan a muerte. En sus ojos no hay la más leve sombra de remordimiento, ni hay la más leve sombra de temor en su corazón.

—Ni temor, ni remordimiento —asintió ella.
—La justicia de los hombres es impotente para castigarla. Pero yo dispongo de un castigo
para usted. Escúcheme, Julie Killeen.

»No ha vengado usted a Nick Killeen. Cree haberlo vengado, pero es falso. La noche en que Bliss, Mitchell, Ferguson, Holmes y Moran pasaron por delante de la escalinata de la iglesia, borrachos, en su automóvil, un hombre estaba agazapado detrás de una ventana del primer piso, en la casa situada delante de la iglesia, y aquel hombre esperaba, con un revólver en la mano, que salieran ustedes. No había podido disparar contra Killeen cuando éste entró en la iglesia. Ignoro por qué. Tal vez el automóvil que le había traído le ocultó a los ojos del tirador, tal vez iba acompañado por varias personas. El caso es que no pudo disparar y se quedó allí hasta que Nick Killeen saliera de la iglesia. No estaba dispuesto a desaprovechar aquella oportunidad.

»Preparó su revólver en el instante en que vio que ustedes descendían la escalinata, uno al lado de otro. Apuntó a Nick y apretó el gatillo. En aquel preciso instante pasó el automóvil negro, lanzando una serie de explosiones por su tubo de escape. Pero la bala había alcanzado su objetivo, por encima de la carrocería del automóvil. Resulta extraordinario que aquel automóvil pasara por allíc as ualme nte, en aquel preciso instante. Es una coincidencia que no volverá a repetirse en un millón de años. Pero se produjo...

—Sí, lo recuerdo —dijo, con expresión desdeñosa—. Los periódicos trataron de dar por buena una versión como ésa, sin duda para encubrir la incompetencia de la policía. Desde luego, existen criminales que no han sido desenmascarados nunca, y siempre por el mismo motivo: hay algo podrido, en alguna parte; amigos, influencias, dinero. Pero en toda la historia criminal de nuestro país no ha habido un solo caso que haya sido objeto de tantos esfuerzos para enterrarlo. No se interrogó a nadie. ¡Cómo si hubieran matado a un perro, sencillamente!

—No —respondió Wanger—, eso no es cierto. Procuramos evitar toda publicidad a propósito de un hombre que hubiera disparado a través de la calle. Permitimos que se escribieran artículos llenos de fantasía, persuadido de que si el desconocido tirador se convencía de que no sospechábamos de él, caería más fácilmente en nuestras manos.

—Vio usted mal —la interrumpió Wanger—. Si en aquellos momentos hubiera venido usted a vernos, a preguntarnos en qué estado se encontraba la investigación, le hubiésemos proporcionado datos y pruebas. Pero, no, quiso usted vengarse por su propia cuenta, henchida de orgullo, sintiéndose demasiado fuerte para pedir ayuda a la policía. Se reservó, deliberadamente, las informaciones que poseía —por inexactas que fueran—, y las utilizó para matar.

—Encontramos quemaduras producidas por el fogonazo del disparo en los visillos de las ventanas de aquella habitación del primer piso, enfrente del portal de la iglesia. Los que vivían en el piso de encima oyeron perfectamente la detonación, un ruido muy distinto al de las explosiones del tubo de escape. Estaban en mejores condiciones que usted para apreciarlo. Incluso encontramos un cartucho, cuyo calibre correspondía al de la bala extraída del pecho de su marido. Sabíamos, pues, desde el primer momento, de dónde había partido el proyectil. Por eso no investigamos acerca del automóvil. Sabíamos cómo había sido asesinada la víctima. Lo que ignorábamos era la identidad del asesino. Finalmente, hace muy poco tiempo, hemos conseguido desenmascararle. ¿No desea usted saber quién es ese hombre? ¿No desea usted oír su nombre?

—Poseemos la prueba —dijo Wanger—. Desgraciadamente, ha caído demasiado tarde en nuestras manos. Demasiado tarde para salvar a Bliss, a Mitchell, a Moran y a Ferguson. Pero está en nuestro poder. Una prueba científica, intachable. Además, poseemos la confesión del culpable, firmada por su propia mano. Tengo una copia de su declaración aquí, en el bolsillo. El asesino está en la cárcel desde hace tres semanas.

—Se encontrará usted con él cuando la lleve allí. Y le reconocerá usted inmediatamente. Una grieta ligera, superficial, apareció repentinamente en la envoltura de hielo que parecía proteger a Julie Killeen. Un brillo de temor, de duda, asomó a sus ojos. Surgió una pregunta:

—Sí —murmuró Julie, con dolorosa lentitud—. Me acuerdo de Corey. Se cruzó dos veces en mi camino. La primera, en una terraza, me trajo un vaso de agua. Hubiera sido tan fácil el.. Pero le dejé marchar, para que me dejara el campo libre a fin de poder...

—El revólver que mató a su marido. El que disparó la bala que la dejó a usted viuda. Un error cometido por un agente novato motivó que el arma fuera enviada al departamento de balística, en vez de ir al de huellas dactilares. Teníamos la intención de encontrar en el revólver las huellas de usted, y Corey nos lo había entregado para eso.

«Recuerdo que estaba sentado en mi oficina, furioso, echando pestes contra el servicio de huellas que no me enviaba ningún informe, cuando me telefonearon del departamento de balística, diciéndome: "El revólver que nos ha enviado usted es el que disparó la bala extraída del cadáver de Nick Killeen. Sin duda, éste es el informe que le interesaba,